Recordando los Viejos Tiempos:
MI PUEBLO Y SUS ESCUELITAS
Por Dr. Nelson Muy Lucero MD
“Lo que empezó como un relato de mis
vivencias pasadas frente a un micrófono, en la radio de mi pueblo, hoy se ha
convertido en un proyecto real, para continuar recogiendo todas aquellas
imágenes vividas en nuestra infancia y juventud, junto con aquellas fotografías
descoloridas, y quemadas por el tiempo, encontradas en el baúl de los recuerdos,
recobrándoles su vigencia, para que se
transformen en un inmortal documento testimonial…”
Mi infancia quizás fue vista
como una estampa a colores, con luminosidad y sombras, dejándome llevar para rememorar mis propias
vivencias entre aquellas viejas paredes del salón de clases, con sus pupitres
dispuestos en tres hileras, que aún parecen esperarme.
Cuando la campana “tocaba”
a su llamada acudíamos sin falta, a pesar de las inclemencias meteorológicas, con
compañeritos que llegaban, saltando los charcos, subiendo las cuestas, a veces
empapados y tiritando de frío por la lluvia y los del pueblo atravesando a la
carrera sus calles. No podíamos llegar atrasados, arribábamos caminando
solos, hasta el patio de la escuela, donde nos formábamos, para tararear
el himno Nacional, luego en espera de la orden del director o el inspector para
desfilar a las aulas.
La educación en mi pueblo tiene
un histórico comienzo, arranca precisamente con la primera escuela fundada por
los Hnos. Cristianos, marcando un hito histórico en la formación de la niñez en
esta región. Luego de su salida, la población exigía a sus autoridades se
continúe con la educación de la niñez.
Las gestiones dieron resultado, hasta lograr la venida de las Madres Dominicanas y con ellas se dio la apertura de un grado para preparatoria mixto y de la escuela para niñas “Santa Rosa de Lima”; posteriormente, gracias a la filantropía de la distinguida matrona gualaceña, doña Mercedes Vázquez Correa” se conformó la escuela católica para niños que hoy lleva su nombre y junto a la escuela laica, la Brasil, fueron los que llevaron la tea con la llama educativa encendida de la niñez gualaceña, hasta la actualidad; no podemos dejar de mencionar el esfuerzo realizado, por distinguidas maestras, para la fundación de la escuela pública de niñas “Mercedes de Jesús Molina”. Todas estas unidades educativas gozan de su propia historia, que serán recordadas por sus distintas promociones.
Unidad Educativa "Santo Domingo de Guzman".
Vista Exterior
Las gestiones dieron resultado, hasta lograr la venida de las Madres Dominicanas y con ellas se dio la apertura de un grado para preparatoria mixto y de la escuela para niñas “Santa Rosa de Lima”; posteriormente, gracias a la filantropía de la distinguida matrona gualaceña, doña Mercedes Vázquez Correa” se conformó la escuela católica para niños que hoy lleva su nombre y junto a la escuela laica, la Brasil, fueron los que llevaron la tea con la llama educativa encendida de la niñez gualaceña, hasta la actualidad; no podemos dejar de mencionar el esfuerzo realizado, por distinguidas maestras, para la fundación de la escuela pública de niñas “Mercedes de Jesús Molina”. Todas estas unidades educativas gozan de su propia historia, que serán recordadas por sus distintas promociones.
Las escuelas estaban
signadas para los pequeños, sobre los cinco años para la preparatoria (mixta) y
desde los seis años, hasta los once o los doce años. El distributivo de los
profesores, era: la maestra o religiosa
(para las niñas) y el maestro (para los niños), manteniendo su característica
esencial el ser muy exigentes, carácter con los que se identificaban los niños para
aprender a leer y a escribir; los maestros, caminaban toda el aula, corrigiendo
sobre el pupitre, los ejercicios de aritmética, o el dictado. ¡Se daban tiempo
para todo!
Las aulas escolares se
caracterizaban por una típica distribución espacial, en el fondo a la
derecha, la mesa del maestro, sobre esta el libro de asistencia y detrás la enorme
pizarra siempre con la fecha y llena de ejercicios, frases y deberes (aquello
sí que era trabajar); encima de su borde superior, una cruz, la imagen de la
virgen o de algún santo presidiendo el salón de clases.
Sus paredes decoradas de
acuerdo al grado que corresponda, las vocales a todo color y lo suficientemente
grandes, que incentivaban el aprendizaje, el abecedario, los infaltables mapas,
imágenes de los presidentes, realizados y pintados por sus propios alumnos y las
mesas para los alumnos, aquellos antológicos pupitres dobles con tapa del cajón,
un poco inclinados, donde guardábamos los pocos pertrechos escolares de aquel
entonces, llevados en un carril escolar.
El mobiliario escolar estaba
provisto de agujeros para colocar los tinteros y con hendiduras para colocar
los lápices de uso obligatorio (lo recomendaban el mongol), lápices de colores
y goma, para que no rodaran hasta caer al suelo. Fueron tiempos que ya se tuvo profesor
que enseñaba a escribir con plumilla y tinta. Pero otra era la experiencia en la vida escolar, sobre todo
cuando saltaba, goteaba o se regaba la tinta, ni el papel secante lo arreglaba.
De los tres primeros
grados, se salía sabiendo sumar y restar y escribiendo con pocas faltas de ortografía,
lográndose esto solo a base de hacer dictados, o caso contrario cumplir con el
castigo de volver a escribir bien, cien o docientas veces por cada falta.
Después se pasaba a la
clase de los mayores (cuartos, quintos y sextos grados), desde allí salíamos
dominando "las cuatro reglas" fundamentales. Se tenía los cuadernos para dibujar, los
cuadernos de dos y cuatro rayas para caligrafía, el portaplumas de madera, el
sacapuntas, el borrador y la caja de pinturas de 10 colores.
En teoría, la enseñanza
era la misma, para los chicos y para las chicas. Se utilizaban los mismos
libros. Aunque en la práctica, se decía que las “chicas” recibían la mitad de
las enseñanzas impartidas a los “chicos”, pero al final acababan sabiendo más
que “ellos”, ya que las tardes las ocupaban para aprender ciertos oficios que
lo calificaban de indispensables: a coser, a bordar, cocinar y a hacer
"cosas útiles".
Fueron tiempos donde los
abuelos decían que de “chiquillos” aprendieron que la letra con sangre
entra y que tenían que trabajar desde muy chiquitines; fueron tiempos
donde las peleas se las arreglaban a pedradas y no pasaba nada; que los “chichones”
en sus cabezas, se curaban aplastándolos; las paperas y dolor de muelas
producían “hinchazón”, por eso se cubrían con un pañuelo de oreja a oreja; para
el “hinchazón” de la “barriga” se usaba los purgantes; si caías mal, por un
“tropezón” de verdad, solo entonces se recurría a los remedios caseros,
cataplasmas, curanderos y en último recurso, al médico. Los niños en aquel
tiempo se entretenían con cualquier cosa, todo el día en la calle y sin los
miedos de ahora. Aquellos respetables “cabeza blanca” nos decían, tuvimos la
suerte de ir a la escuela y así huir del analfabetismo reinante y más
tarde nos hicimos hombres de provecho con el acuartelamiento, en la milicia.
Los maestros y maestras,
hacían su labor, que no ha sido todo reconocido, a pesar que la sociedad les
exigía que fueran los "garantes" de la moral, y las buenas
costumbres.
Las figuras del pueblo siempre
estaban: el alcalde, el médico, el cura y el maestro; éste último, sin duda fue,
el más querido y respetado, aunque pasara más hambre que cualquier otro
habitante de la urbe…su insignificante sueldo.
No sé si era por eso o por
el trueque imperante, que veía a muchos padres de familia pagarle sus desvelos
y repasos con una gallina, frutas, o unos huevos…Nos convocaban para
llevarnos a la misa y no soportaban las mentiras, que por aquello hasta
pegaban.
Todavía eran tiempos de que la letra con sangre entra… claro que
dolía, especialmente cuando empleaban aquella regla de madera de metro con
la que nos atizaban en la palma de la mano y mucho peor era el eterno
castigo de ponerte de rodillas en un rincón y con los brazos en cruz y no
pasaba nada pues pobre de ti si en casa se enteraban…te “sobaban” de nuevo.
Habían maestros y maestras
que se ingeniaban para enseñarnos cantando las tablas de multiplicar y nos
hacían leer retazos de periódicos o revistas viejas, o las vidas ejemplares de
alguien que ya no recordamos; para preguntarnos la lección, se nos ponía en
fila y si no sabías la respuesta ibas al final, a la repesca, con el miedo de
saber que si volvías a fallar tocaba quedarte hasta que sepas la lección,
después de clases.
Entre buenos y malos; unos pasaban y otros renunciaban
o los sacaban de la escuela para ir a trabajar en el campo, por estas
situaciones nadie acudía a un psicólogo o los denunciaba.
Había un mes que se
esperaba la llegada del supervisor, por ese motivo se preparaba una muestra de
trabajos y se recitaba de memoria las tablas de multiplicar…Nos formaban en la
plaza o en las calles del pueblo para recibir a tal o cual personaje... Y me
viene a la memoria, como olvidar, la llegada de los bultos de leche y los de
harina, enviados por los americanos.
Lo mejor, eran los recreos,
donde se practicaban los juegos para los niños y otros para las niñas, pero lo
primero era el desayuno escolar, todos traíamos una taza o un vaso, para luego pasar
a los juegos, a la pelota chica, apostando con los billetes de confites, a las
barritas, al “tas cansas”, a los trompos, a las bolas, al sin que te roce, batiendo
la cuerda; la macateta, a la semana, etc.
La hora de salida,
ordenaditos y al dar el primer paso fuera del establecimiento, era como si se
fugaran…en estampida y dispuestos a romper el silencio de las calles con sus
gritos, dejando atrás triste y sola a la escuelita.
En aquel entonces, había
de hacer los deberes y aprender las lecciones, todo esto antes que nos cobijara
la noche; luego se podía buscar a los amigos del barrio para los juegos
nocturnos, las escondidas, las barritas, saltando la soga, hasta escuchar un
grito de llamada desde el portón de las casas:”…chicos, es hora, pronto a la
cama que hay que descansar, para madrugar”.
Fue una suerte el haber
estado en aquella escuela, donde nos enseñaron el hábito de leer, desde allí el libro
fue mi mejor amigo, el más fiel para mi
soledad. Me enseño a vivir integrado con la gente, sin descuidar el contacto
directo con nuestra verde y frondosa naturaleza.
Como lo dijera Robert Fripp: “Cuando transcurre
el tiempo cada cosa tiene su momento. Nuevas cosas acontecen, mientras las
cosas anteriores envejecen”.
Al vino de nuestra vida le supieron dar una “añejada” de mejor crianza y valor.
A pesar de todo ese enorme
esfuerzo, el analfabetismo campeaba, prueba de aquello es que muchos de los
ancianos de esa aciaga época, no sabían leer, peor escribir, porque cuando
niños apenas lograban treparse a un caballo ya se les consideraba útiles para
el trabajo.
cuenca, 28 de octubre del 2013